Todavía teníamos la sensación de perplejidad por el encuentro con los orcos dos días atrás, cuando levantamos campamento en las últimas horas de la noche. Habíamos dejado a nuestra espalda el sendero del bosque, aquel largo camino que atraviesa el Bosque Negro, y marchábamos rumbo sudoeste, tras un claro rastro de pisadas de orco. Eran tan recientes que me desconcertaba que no viéramos a bestia alguna con nuestros propios ojos.
El sonido de mi propio corazón, acelerado con el ritmo vivo de la marcha, era lo único que escuchaba en aquel silencioso camino. Tras más de una hora de marcha en la que lo único que interrumpió nuestros pasos fueron algunos animales asustadizos, mi hermano dio orden de detener el paso. Nos apostamos en los árboles, utilizando la agilidad propia de nuestra raza. Mi hermano oteó el horizonte, si acaso se podía llamar como tal a la espesura de la vegetación que se había apoderado de todos los pasos.
No hizo falta decir mucho, pues las flechas volaron sin cesar. Nuestro objetivo, descuidado y ajeno a nuestra presencia, cayó antes siquiera de que pudiera darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Nos acercamos al lugar del que había brotado, y empleo ese verbo sin que sea ocioso, pues una gruta escavada en el suelo era el lugar del que aquel orco había salido.
Miré con desprecio a aquella criatura cuando pasé a su lado. Inerte, con cara desencajada, sin brote de vida, aquel orco no era más que una criatura abominable. Mis pensamientos volvieron a mi niñez, en la que mis abuelos me rebelaron que los orcos fueron en algún momento elfos corrompidos por Melkor. Durante gran parte de mi más tierna infancia intenté negarlo, pero llegada mi adolescencia no tuve más que ceder ante lo que mi corazón me rebelaba. Aquello era cierto, y la mancha oscura de Melkor en aquel orco saturaba el lugar. Aquella gruta, desconocida todavía para mí, no albergaba sino más corrupción.
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