Mi llegada a Rivendel con mis hermanos de armas fue más placentera que el final de la batalla en Harad. Allí, bajo un abrasador sol, los elfos obtuvimos una gran victoria. Sólo entonces supe de la verdadera intención de mis primos de Rivendel, que no era otra que vengar la muerte de uno de los tenientes del mismo Elrond, muerto a manos de los haradrim en el solsticio de Invierno.
Durante el camino de vuelta a Rivendel, al que me había incorporado como uno más por haber compartido arco y acero con mis parientes lejanos, se rumoreó incluso que Elrond había acudido de incógnito como parte del contingente de su pueblo. Sin embargo, creo firmemente que su última batalla fue en el Monte del destino. Cuando uno ha luchado contra el señor Oscuro, poco le place participar en batallas.
Pocas veces me sentí más cómodo en la Tierra Media que como lo estuve en aquella primera vez en Rivendel. Añoraba, como no podía ser de otra forma, el palacio de Thranduil en el Bosque Negro. Sin embargo, las antiguas tradiciones de los elfos me llamaban poderosamente allí.
Me interesé por la forja y las técnicas empleadas por los elfos del lugar. Años más tarde explicaría a Zanger, con absoluto deleite para él, mucho de lo que vi en Rivendel.
"Demonios, elfo. Cuan ingenioso es ese pueblo hermano tuyo. Sin embargo, forjar es sólo una tarea más que se debe dominar. Convendrás conmigo que excavar la roca para crear las cavernas de tu rey es todavía más digno de elogio".
No recuerdo exactamente cuánto tiempo estuve en Rivendel, pues el tiempo corre de modo distinto en aquellas tierras protegidas por Vilya. Lo que sí puedo afirmar es que cuando partí de allí, dejé algo de mi propio ser en esas tierras. A pesar de ello, me abrí un nuevo camino en la Tierra Media, al Oeste, sin vacilar, un viaje que marcaría mi existencia eternamente.
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