Joven era cuando llegué por primera, y última, vez a Moría. Ni siquiera fue una visita voluntaria. Muy al contrario, fui una suerte de prisionero bajo aquellas cuevas. Lo recuerdo vagamente, pues las tierras imperecederas comienzan ya a confundir mi mente, pero de lo que estoy seguro es que seguía la pista de varios orcos.
Mi hermano Genodat y yo habíamos perseguido una horda de orcos desde nuestro reino a más allá del Sur del bosque negro. En aquella batida nos acompañaban varios amigos de la infancia a los que consideraba mis segundos hermanos. A todos nos unía la amistad con el príncipe de mi pueblo, aunque vive Eru que agradezco que él no fuese partícipe de esta aventura.
Llevados por la vorágine y la sed de sangre de orco, nos vimos a las puertas de Moria sin percatarnos de lo lejos que habíamos llegado.
Horas más tarde, y sólo después de que mi hermano diese orden de no presentar batalla, estábamos en una celda enana. "No vamos a iniciar una guerra por unos sucios orcos" nos dijo a todo el grupo. Así pues, el grupo de enanos que nos apresó no tuvo que hacer mucho para detenernos.
El cautiverio fue bastante largo. Dos semanas pasamos encerrados bajo las mismas raíces de la montaña. Fue entonces cuando los enanos se decidieron a liberarnos. Nuestro grupo, que había sido agraciado con el trato tosco de los enanos, no daba crédito a la súbita amabilidad de nuestros anfitriones.
- Hay orcos a nuestras puertas que claman venganza por sus compañeros caídos. Si queréis que os liberemos, acabad con ellos.
Las dudas iniciales se disiparon cuando Genodat nos ordenó que hiciéramos lo que se nos pedía. horas más tarde habíamos acabado con los orcos, no más de tres docenas, que fueron fácil blanco de nuestras flechas y nuestro acero. Así recuperamos la libertad, y pudimos dejar Moria a nuestras espladas.
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