El olor a orco era más que evidente. Cada nuevo paso que dábamos nos acercaba más a lo que a buen seguro sería el final de aquella horrible cueva. Avanzábamos con cautela, de modo pausado, y asegurando la retaguardia constantemente. Giramos bruscamente siguiendo la orografía de la cueva, y vimos a mi tío rodeado de orcos. Junto a ellos, amontonados como si de leña se tratase, estaban no menos de diez elfos muertos. Los signos de envenenamiento en sus cuerpos eran más que evidentes.
No dudó un instante. Mi hermano Genodat corrió con premura a socorrer a mi tío, y eso mismo hice yo. A medida que me acercaba a aquellos orcos, saqué mis dagas y calculé el ataque. Fui preciso, mucho más de lo que a mi experiencia en el combate correspondía. Seccioné el cuello de un orco, y herí de muerte a otro en el pecho. A diestra y siniestra aparecían más de esos odiosos seres, pero las flechas de los demás elfos silbaban precisas a mi espalda acudiendo en ayuda mía y de mi hermano.
La batalla acabó pronto, y logramos salvar a mi tío. Recordando aquellos instantes posteriores a la contienda, me pregunto cómo podía estar así de ciego. Sin embargo, en ningún instante me percaté del semblante tranquilo del que hacía gala mi tío a pesar de la amenaza orca.
- Gracias, hijos de mi hermano- nos dijo a Genodat y a mí-. Acompañadme por aquí- añadió señalando una pequeña gruta que se abría a la derecha.
Y así hicimos. Aquella nueva gruta era en realidad una salida. Quise preguntar a mi tío cómo había llegado ahí, y si había descubierto el origen del veneno que nos había llevado a mi hermano y los demás elfos del grupo hasta aquella situación.
- Todo a su tiempo, querido Bindôlin- me calmó con tono frío y cortante.
Fue entonces cuando noté un fuerte golpe en mi cabeza. La oscuridad se cernió sobre mí, y sentí desplomarse mi cuerpo. Todavía no lo sabía, pero aquella aventura estaba tocando a su fin.
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