Dejamos Minas Tirith a nuestras espaldas con bastante alegría por lo vivido allí. Entre sus vastas calles y sus cuestas sin final, mi grupo encontró a dos viejos amigos a los que no veíamos desde el altercado en las montañas azules. El nombre de uno de ellos siempre nos fue desconocido, pero todos le llamábamos el mago, obviamente por su afinidad con esa “brujería élfica”, como diría Zanger. El animista, por su parte, no encerraba misterio alguno ni sobre su nombre ni sobre su origen. “Hader, hijo de Haron, de la Marca de Rohan.” Se presentaba cortésmente cuando se terciaba la ocasión.
El mago era un elfo noldo, antiguo pariente mío por lo tanto, pero algo más orgulloso y propenso a menospreciar a los demás que los sinda, mis auténticos hermanos de sangre. Siempre caminaba entre tinieblas, con su túnica gris que denotaba su posición neutral con la magia. A nada temía, ni de nada huía, pues su poder y valentía le hacían un rival temible. Nos alegraba contar entre los nuestros a alguien con tan hábiles manos para con la magia, aunque la desconfianza a veces pudiera brotar en ciertas ocasiones.