El camino hasta las tierras de Rohan había sido agotador. Sin embargo, poco parecía el cansancio cuando admiraba el rostro de felicidad de Hader. Largo tiempo había permanecido lejos de su tierra, pero allí estaba, como si no hubiesen transcurrido más que unos cuantos días desde que abandonara su casa. Cruzó la puerta con premura, como si de aquella forma fuera a sentirse más unido a sus raíces. Tras sus rápidos pasos, avanzamos los demás miembros del grupo. Era curioso cómo cada uno nos acomodamos en el mismo sitio de siempre. De una u otra forma, aquella era la guarida del grupo, el lugar al que siempre podíamos regresar para reencontrarnos.
Hader se acercó al baúl en el que guardaba los objetos que consideraba más valiosos en sus viajes. No se trataba de joyas ni monedas, ni siquiera de armas con las que defender su vida. En aquel baúl guardaba una brizna de hierba de cada lugar que visitaba. Obviamente, la mayoría de ellas estaban secas, pero aun así Hader las reconocía al instante. Colocó una brizna de hierba de los campos que rodean la ciudad de Minas Tirith en aquel baúl. Tras ello, entró en la cocina. No hubo que decirle nada, pues el rohír sabía bien qué debía ofrecernos para beber.
Estábamos por la segunda copa de vino de la misma vieja botella que parecía no tener fin y que despachábamos en cada una de nuestras visitas, cuando los gritos de los aldeanos nos sobresaltaron. Me asomé por la ventana haciendo uso de la privilegiada vista de mi raza. Aunque el sol hacía tiempo que había caído, pude ver cómo un lejano resplandor se acercaba rápidamente.
- ¡Antorchas!- informé a los demás rápidamente.
El mago también lo había visto, pues no en vano los noldor también gozan de la vista de mis hermanos de sangre. Así, no es de extrañar que llevara rato murmurando palabras en signo de concentración de sus poderes mágicos mientras los demás asimilaban mis palabras. Aquello no pintaba bien, y el viento que se coló por debajo de la puerta terminó de confirmar nuestros malos presagios.
- ¡Huele a orco!- exclamó Zanger mientras cogía su hacha.
El resto de la historia no ha de extrañar a nadie. Muchas horas pasamos aquella noche luchando contra las malignas criaturas de Sauron. Logramos sobrevivir ante las vastas huestes que habían ido a parar a las tierras de Hader, pero el precio fue alto, pues muchos lugareños cayeron ante nuestros propios ojos sin que nada pudiéramos hacer por salvar sus vidas.
- ¡Maldito seas, Sauron!- bramó Hader al amanecer.
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