Estábamos luchando con unos orcos en unas cuevas de las montañas azules. En aquella ocasión, debíamos ayudar a los lugareños a repeler a esos endemoniados seres. En medio del fragor de la batalla, entre uno y otro rival, vi caer a uno de mis compañeros de aventuras. Había recibido un crítico de tajo, y perdía sangre en abundancia. Mantenerlo con vida supuso entonces la misión más importante de mis batallas en la Tierra Media. Me aproximé dando muerte a los rivales que se interponían en mi camino, utilizando la espada ancha +10 que había obtenido tan sólo una semana antes. Tuvo éxito en los envites y cuando me quisé dar cuenta, todos los orcos habían huido, y los demás compañeros habían sobrevivido.
Alcancé la posición de mi compañero herido, que seguía sangrando en abundancia. "Le queda poco" afirmó el explorador hobbit de mi grupo. "No, hemos de salvarlo" exclamé furioso. Una imagen cruzó por mi mente, apenas un destello del horror vivido años atrás. El rostro de mi hermano Genodat agonizante me golpeó el alma, empujándome a rechazar otra muerte a manos de los orcos.
Me repuse como pude, y me concentré de la mejor manera que las circunstancias permitían. Toqué con mis manos el cuerpo herido de mi compañero. Apenas aprecié vida pero pronto sentí fluir la magia por mi cuerpo, devolviendo la esperanza al suyo. Tras ello, el animista y el mago completaron los primeros auxilios que debíamos prestar. Todavía recuerdo que se agotaron las vendas de nuestros petates. "Está bien. ¡Se recuperará finalmente!" exclamó esta vez el hobbit.
Me sentía agotado, no por la batalla, sino por la magia. Tal vez mi cuerpo resistiera largos caminos. Tal vez saliera victorioso de enfrentamientos contra duros rivales, pero mi espíritu y mi mente se habían debilitado. De algún modo, aquella noche, debía reposar el alma, más que el cuerpo. Pero si este era el precio que debía pagar por salvar a mis compañeros, que así fuera.
"Allá voy, Tierra Media"- gritó Bindôlin.
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