Los meses posteriores a la muerte de Genodat fueron casi más dolorosos que la propia marcha de mi hermano. Encerrado en mi angustia, mi juicio se nubló al contemplar la soledad de mis aposentos, donde durante toda mi vida había convivido con mi hermano mayor. Mucho tiempo pasé allí, tratando de encontrar consuelo en la idea de que Genodat estaba contemplando el rostro de Eru. Sin embargo, toda idea de alegría relacionada con la muerte de mi hermano, resultaba de lo más incomprensible. Cada esbozo de sonrisa que se dibujaba en mi cara, era respondido por el encogimiento de mi corazón.
Pasó mucho tiempo hasta que me decidí a retomar el contacto con el mundo. Salí a recorrer nuevamente las sendas del Bosque Negro. Su oscuridad y su cargada atmósfera eran una carga mucho menor que el pesar que había aflorado en mi corazón. Al principio parecía encontrarme mejor. Sin embargo, nada en mí era más contrario a mi bienestar. Hundido en mi desgracia, deambulé por aquí y por allá cegado por el peor aliado que uno puede tener: la ira.
Recorrí en soledad las lindes del Bosque, investigué los lugares donde el mal se arremolinaba, me encontré con criaturas de toda índole. Muchos calificaron mis actos de valentía, pues muchos seres malvados derroté, pero no era la valentía, sino la locura, lo que guiaba mi espada. Tan desesperado estaba en mi sed de venganza, que no paré ni un momento a pensar qué estaba haciendo. En mi afán por acabar con todo aquello que juzgaba culpable de la muerte de mi hermano, llegué incluso a desear que la batalla me llevase. Pero, por fortuna, nada de eso ocurrió.
Tardé mese en volver a casa. Cuando entré de nuevo en las cuevas que me vieron nacer, pocos me reconocieron. "Hay algo oscuro en él", decían a mi paso. Creo que no les falta razón, pues en mi corazón siento que aquel viaje me cambió, y no para mejor.
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