Avanzo hoy en el relato de mi vida, dejando atrás los momentos de mi juventud en la Tierra Media, para contaros lo que hay tras ella. Pocos deberían saber lo que se esconde una vez hecho el largo viaje, pero he aquí que lo vivido en un segundo donde ahora me encuentro, es mejor que lo vivido en mil vidas en la Tierra Media. Os preguntaréis qué hace que las Tierras Imperecederas merezcan tanto la pena, y he aquí mi respuesta: la perfección de la vida misma.
Allí donde miro, allí donde dirijo mis pasos, allí donde quiera que esté, dentro de estas sagradas tierras, la creación de Eru resulta un regalo para mi existencia. Así debía ser la primera luz vista por mis semejantes en Cuivienen, allí donde la mancha de Morgoth jamás debió hacerse notar. Sin embargo, pocos existen todavía que pudieran haber contemplado la magnífica creación de El Único antes de que la oscuridad cayese sobre todos.
Me regocijo entre los míos, tantos como somos, admirando la creación de nuestros dioses, disfrutando de la verde campiña, los árboles interminables, los animales más bellos jamás vistos. Todo ello hace que entierre la pena de no volver a ver a mis amigos, los que dejé en la Tierra Media y con los que he vivido el sinfín de aventuras que os relato. Incluso ahora, cuando más lejos están de mí, cuando su vida sigue fuera de este lugar sin tiempo, su recuerdo y su amistad perduran intactos en mí. He aquí la auténtica maravilla de las Tierras Imperecederas: aquí donde yo estoy, ellos son eternos.
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